Obdulio Varela y la pelota abajo del brazo. El sólo decirlo eriza la piel de tres millones de personas y trae al pensamiento imágenes en blanco y negro del hito más glorioso de la historia del balompié uruguayo, y por qué no, de la mayor hazaña que se recuerde en el fútbol mundial.
Aquel 16 de julio de 1950, 11 orientales pudieron más que 200.000 brasileños listos para festejar. Quizás esa consagración y la voz del negro jefe al grito de "los de afuera son de palo" sean el ejemplo más claro de "garra charrúa".
El
concepto ha sufrido modificaciones a lo largo del tiempo, y no nació
precisamente en aquella tarde de Maracaná. El triunfo del viejo River sobre el
encumbrado equipo de Alumni de Argentina en la primera década del Siglo XX (que
dio origen a la casaca celeste de la selección) puede ser un embrión de esa
mística que todo uruguayo atribuye a la camiseta de su combinado nacional.
Con
los años, cada victoria del seleccionado se emparentaba con esa garra charrúa
que tenía como símbolos a los capitanes, quienes habitualmente eran hombres de
la defensa o del mediocampo. Aguerridos, temperamentales, caudillos. José
Nasazzi, Lorenzo Fernández, Obdulio Varela. Apellidos que alimentaron la idea
de que se podía vencer "de guapo".
"Ataca
Argentina, gol de Uruguay" era una muletilla constante en los relatos y
comentarios de los partidos de las primeras décadas del siglo pasado. Dos
medallas de oro en Juegos Olímpicos, un Campeonato Mundial y seis Copas América
logradas en la era amateur, hacían que el fútbol celeste fuera neto dominador
en las competencias internacionales.
En
todas las victorias se reconocía una identidad definida, buen trato de pelota,
delanteras letales, defensas férreas y mediocampos que mezclaban exquisitos y
raspadores. Pero claro, la memoria colectiva parece tener más facilidad para
retener los apellidos de los peones de lucha, y así se fue endiosando la figura
de los más sacrificados, en desmedro de los habilidosos.
Una
vez terminado el amateurismo en el Río de la Plata, la supremacía cruzó de orilla
y los argentinos pasaron a prevalecer en las competencias continentales. No así
en las Copas del Mundo, ya que la celeste se alzó con el trofeo en 1950, y
Brasil en 1958, 1962 y 1970.
Siempre
con un juego más atildado que batallador, entre el comienzo de la era
profesional y 1974 (poco más de cuatro décadas) los albicelestes fueron
campeones de América ocho veces, contra cinco títulos de Uruguay.
En
ese mismo período y a nivel de clubes, la superioridad argentina era más
notoria aún. Así lo marcaron las nueve Copas Libertadores ganadas entre Racing,
Estudiantes e Independiente, sobre 15 ediciones. ¿Peñarol y Nacional? Tres y
una respectivamente.
Aquel
caballito de batalla llamado "Garra Charrúa" comenzaba a sucumbir
ante la supremacía futbolística de los vecinos del Plata, pero en Uruguay la
idea de ganar "de pesado y con la nuestra" seguía tan latente que a
nadie se le pasaba por la mente valorar otros aspectos en las consagraciones
que, aunque con menor frecuencia, se seguían celebrando cada tanto en suelo
oriental.
El punto de quiebre
El
mojón situado en 1974 como fecha clave, no es mera casualidad ni un capricho
antojadizo de quien escribe. A un año de comenzada la última dictadura militar,
la selección celeste viajó con bombos y platillos hacia el Mundial de Alemania,
llevando consigo el entusiasmo de una afición que se ilusionaba con la
posibilidad de traer la Copa a las ricas vitrinas de la Asociación Uruguaya de
Fútbol (A.U.F.).
El
resultado fue bochornoso. Con dos derrotas y una igualdad, que incluyeron seis
goles en contra y uno a favor, la tempranera eliminación en primera fase trajo
aparejadas discusiones de todo tipo. Parecía necesario un cambio en la manera
de jugar. El meter y meter no era suficiente para disimular un ritmo cansino,
pero las modificaciones brillaron por su ausencia y la pérdida de identidad fue
la consecuencia que hasta hoy se sigue evidenciando.
A
partir de aquella fatídica participación en Alemania, la celeste acudió a tres
de los ocho Mundiales que se disputaron, y sufrió más de la cuenta para lograr
la clasificación al próximo. Después de aquel decepcionante papel en tierras
germánicas, los números son preocupantes. En once cotejos disputados se cosechó
una victoria, cinco empates y cinco caídas, con ocho tantos anotados y 18
recibidos.
A
nivel de Copa América, Uruguay ganó tres de las 13 ediciones siguientes del
certamen, y los brasileños aumentaron la cantidad de logros conseguidos. A
través de los clubes también se refleja un retroceso del fútbol charrúa, que
obtuvo cuatro Copas Libertadores desde 1974 hasta hoy, frente a las 13
obtenciones argentinas y las 11 norteñas.
Muchos
ponen como excusa para explicar la ventaja de los equipos albicelestes y verdeamarelos,
el hecho de que tienen más representantes en los campeonatos. Pero sería un
mamarracho aceptarlo, ya que tal condición comenzó a darse a partir del año
2000, y la supremacía que ejercen se arrastra desde antes.
La
escasez de resultados favorables llevó a una mala interpretación del pasado, y
como consecuencia, una pérdida de identidad que repercutió en el concepto de lo
que se entiende por "garra charrúa".
Cada
vez que Uruguay perdió, pierde y perderá, fue, es y será culpa de los
habilidosos, de aquellos traidores a la patria, los "pecho fríos que no
levantan las patas" y que no rinden en la selección como lo hacen en sus
clubes. Así, los fracasos no son de la celeste de los 70 en adelante, sino que
son personales. Fernando Morena, Enzo Francescoli, Álvaro Recoba y Diego Forlán
han sido los elegidos para cargar la cruz.
Los
otros, los que tienen "hambre de gloria", los que no ganan millonadas
en Europa e incluso han desarrollado la mayoría de su trayectoria en el medio
local, los que serían capaces de trabar un balón con la cabeza si fuera
necesario, son los héroes de una tribuna que los idolatra, porque esos sí,
¡meten y meten!
El
metedor tiene garra y juega a la uruguaya, "con la nuestra", y el
habilidoso es pecho frío. El error está en esa conceptualización, porque
significa una mala interpretación de la historia. Implica desconocer a los
talentosos que a su manera, dejaron todo adentro de una cancha por la casaca
oriental, aunque no se tiraran a los pies del rival ni salieran con la camiseta
empapada en sudor.
José
Piendibene, Ángel Romano, Héctor Scarone, Alcides Ghiggia, Julio Pérez, Oscar
Míguez, Julio C.Abbadie, Pedro Rocha, Ildo Maneiro, Fernando Morena, Venancio
Ramos, Enzo Francescoli y otros tantos habilidosos, son tan exponentes de la
garra charrúa como José Nasazzi, Lorenzo Fernández, Tito Gonçálvez o Julio
Montero Castillo.
Hoy,
esa valentía perdida se entiende por parte de algunos, en jugadores que corren
los 90 minutos pero en lugar de pasarle el esférico a los que visten su misma
camiseta, se lo entregan a los adversarios producto de sus limitaciones
técnicas, o lo que es peor, dejan al equipo con un hombre de menos.
En realidad, valentía es lo que mostró Diego Forlán para patear un penal al ángulo y en la hora, como ante Ecuador en Quito, con una alta dosis de clara y yema. Por eso, sería bueno que cuando se hable de Maracaná, no solo se recuerde a Obdulio con la pelota abajo del brazo, sino también a Pepe Schiaffino llevándola atada al pie y con la cabeza levantada.
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